viernes, 2 de enero de 2009

Náufragos en la Corte.











Hablando de lugares "densos" desde el punto de vista creativo hay uno especial del que me gustaría hablar en este post; la Corte. Si en Geografía literariar relacionaba espacio y literatura, la Corte permite hacerlo con la música.

Intuyo todo lo que oculta la expresión "Músico de Corte" o, con menos vuelos, "Músico de Cámara", y un cierto escalofrío me recorre el cuerpo. A qué tipo de dificultades magníficas, además de las propias de su oficio, tenía que enfrentarse un músico que quería "hacer carrera" en la Corte (por aquella época -estoy hablando de los siglos XVI, XVII o XVIII-, ser músico era un oficio honorable, pero un oficio al fin y al cabo por el que se pagaba como el que paga por un par de zapatos o una pularda bien guisada) .

Me vienen a la memoria multitud de ejemplos que han acabado imponiéndose a golpe de genio pero que no lo tuvieron nada fácil siquiera para poder medio sobrevivir con cierto decoro. en un entorno de carroñeo incensante. Pienso en el magnífico Thomas Tallis perteneciente a la virulenta Corte de Enrique VIII, siempre atento a no ser considerado demadiado proclive al Papa, a no ser visto como demasiado luterano por otros, mientras rompía todos los moldes de la armonía del momento para crear algo único y singular. Recuerdo al "tridentino" Palestrina negándose en los últimos años de su vida a aceptar tras enviudar las órdenes sagradas que él mismo había solicitadopara poder casarse de nuevo, mientras creaba nada más y nada menos que la polifonía.Pienso en la música hecha persona, en Bach, en Mozart, en Salieri., en tantos y tantos. Hasta que Beethoven (rupturista también en eso) puso en su sitio a algún que otro noble de su propio estamento e incluso a algún plebeyo autocoronado Emperador cambiando la dedicatoria de una de sus más célebres obras, su 3ª Sinfonía. Es el gran reivindicador de la libertad y la dignidad del creador frente a todo, también frente al poder, lo cual obviamente le valdría no pocos disgustos y sinsabores.

Hasta ese momento el músico era un mero empleado al servicio del monarca quien disponía a placer y arbitrariamente de su talento. Cómo, cuando y cuanto quisiera del mismo. Un talento que se ponía a prueba en cada encargo, en cada ceremonia, en cada ocasión que su dignidad lo requería. En todas ellas el artista contenía la respiración observando cada músculo del rostro del soberano tratando de desentrañar la más leve expresión de aburrimiento, entusiasmo, disgusto o descontento que podía finiquitar una obra que había costado meses e incluso años. Luego estaban la camarilla, los arribistas, los que buscaban permanentemente el favor real encargados de cargar las tintas a favor o en contra, de indisponer, de enfrentar, de ningunear el trabajo de muchos de estos héroes anónimos, verdaderos náufragos en el festín que siempre era la Corte. ¿Cuántos sucumbieron? ¿Cuántos hemos podido conocer por muchos que se ahogaron en las águas profundas de Palacio? No deja de sorprender que hoy en día muchos autodenominados creradores sigan pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor.

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