jueves, 22 de enero de 2009

For sentimental reasons.


De un tiempo a esta parte observo como el discurso político se desliza por doquier por una peligrosa pendiente; la de la sentimentalización de la política.
El político en general apela a nuestros sentimientos (no a nuestra razón, a nuestro raciocinio, incluso a nuestro sentido común) cuando no a nuestros instintos (más bajos): el miedo, la venganza, o en positivo, la ilusión, el amor, la felicidad total de la Humanidad entera.
En mi opinión el buenismo político asentado en la sentimentalización de los discursos tan de moda en nuestro tiempo encierra no pocos peligros y efectos verdaderamente perniciosos para el ciudadano responsable y que se quiere libre. Hablaré en esta ocasión vez sólo de dos de ellos: nos convierte en niños caprichosos e irresponsables, y nos incapacita para contrastar racionalmente lo que el político dice y lo que finlamente hace.
Cuando se habla es en términos de sentimientos sobre algo que tiene que ver con formas de gestionar el poder, con toma de decisiones difíciles para preservar el interés general, con fórmulas para resolver problemas acuciantes, algo falla. No concebiríamos por ejemplo que para resolver un problema matemático las premisas de las que partiésemos fueran el buen o mal humor del que ha puesto el problema o aspectos como su ternura, humanidad o solidaridad. Somo niños a los que se intenta contentar siempre, a los que se teme que se encabriten pagándolo en las urnas. Si no me das lo que quiero, aquí, ahora, ya, me enfado y me voy ¡ala!, y no te voto. Todo sea pues por engatusar al niño, por mantenerlo contento aunque sea inflando sin límite su ego, diciéndole que es el mejor del mundo, que nadie tiene su sonrisa, su corazón, su generosidad, mientras éste se va transformando a nuestros ojos en un pequeño tirano.
El segundo efecto letal que conlleva este proceso que por cierto parece imparable es la imposibilidad por parte del ciudadano de aplicar cierta racionalidad al discurso político. Algo tan sencillo como confrontar lo dicho con lo hecho se hace inviable desde el momento en que en general se supone que éste no es un terreno sobre el que se tenga que verificar nada porque es un todo a cien donde nos proveemos a placer según lo deseemos, ya que lo obtenemos sin esfuerzo alguno, graciosamente y por añadidura. La política deja de ser el terreno en el que decido en función de un criterio previo que he obtenido con no poco esfuerzo: formándome, estudiando, hablando con cientos, miles de personas, informándome contínuamente a partir de fuentes fiables, ejerciendo la crítica, no dejándome llevar, en suma, por lo que me pide el cuerpo, el estómago o la bilis. Y eso no se improvisa de ninguna manera. Todo eso cuesta, cuesta tiempo, esfuerzo y hasta dinero, pero sin ello cedemos gravemente nuestro derecho a elegir y por tanto a ser libres. La libertad, en contra de lo que mucha gente cree, no es nada cómoda sobre todo para el que tiene que ejercerla, todavía más para el que ha de respetarla sin querer hacerlo.
Lo más preocupante es observar como esta disyuntiva se va desdibujando a marchas forzadas entre la gente hasta el punto de que, contar con esa iniciativa de mantener un critero propio desde la que poder discernir, suele acarrearte un montón de problemas, incomprensiones por parte de quienes se divierten empleando su corazón ya que éste posee razones que la razón ignora. Pero ¿A qué precio?

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