martes, 8 de enero de 2013

Bricolage emocional



 




Observo esta imagen de reconstrucción de una casa  gravemente dañada por el huracán Sandy, en Ortley Beach, Nueva Jersey, hace ahora menos de tres meses. Me resulta inevitable establecer de inmediato paralelismos entre ella y la situación en la que nos encontramos. 

Fíjense bien. El gran ciclón lo ha arrasado todo, dejando en pié sólo lo más sólido de la casa, de nosotros mismos; los cimientos, esto es nuestros valores, nuestra educación, nuestra  propia valía...poco más. ¿Quién se afana en las tareas de desescombro? ¿El cuerpo de bomberos? ¿Algún técnico de la administración encargado de peritar los daños del siniestro? No. Se trata de tres vecinos -uno de ellos más precavido con casco de obra- que se "ponen a ello" sin  más. Porque saben que lo que hay que arreglar es mucho, el tiempo poco (fuera sigue haciendo mucho frío y las ayudas para costear las noches de hotel hace tiempo que concluyeron) y el desafío no menor. Saben que si no lo hacen ellos , nadie lo hará. Toman las riendas de su destino con una escalera, unos guantes y espíritu de équipo (no hay que afinar mucho para entrever algún termo de café a los que uno de ellos va a invitar en breve al resto). Puede que los materiales que empleen en la ardua tarea que les espera por delante no sean los mejores, ni estén certificados por norma ISO alguna, pero tienen el sabor de la nueva época que ya está aquí... para quein sepa verla, claro: una época más austera, más auténtica, más sensible, más colaborativa,... en suma un poco mejor.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Al borde del abismo




Les presento a Margarita. No se trata de una joven promesa del cine hollywoodiense en la última película de los hermanos Cohen, aunque la historia que encierra bien podría dar para uno de sus guiones. Margarita Teichroer, de 26 años, vive en Bolivia, y la instantánea está tomada en la cocina de su casa. Pertenece a una comunidad religiosa menonita que vive como lo hacían sus antepasados alemanes hace cinco siglos.
 
El mero hecho de que exista esta fotografía es una verdadera herejía según las acendradas creencias de Margarita para quien la fotografía y la televisión es algo prohibido porque está en la misma fuente de todos los males que nos atenazan. Margarita -y siempre según sus creencias, insisto - en el momento en el que se dispara el flash de la foto, se asoma literalmente al mal, a lo que para ella es el abismo puro, al insondable magnetismo de la fatalidad. Por eso se medio tapa el rostro con parte de su mano colocándola como parapeto que tiene más accesible para detener, resguardarse, salvaguardarse del acto de traición que -según ella- estaría realizandose a sí misma y a la comunidad a la que pertenece.
 
Hoy cuando todo el mundo se vuelve loco por ser famoso, ser retratado sin fin, aparecer constantemente en los medios para "ser", la historia de Margarita no deja de ser fascinante porque su caso va más allá de lo que para nosotros es un mero arcaismo, una anacronía. Margarita, de forma contraria a la mayoría de nosotros, necesita no ser vista ni captada por el objetivo de una camara, para poder seguir siendo lo que ha elegido ser. Estamos por tanto ante una cuestión de identidad, además de religiosa.
 
Y me pregunto por muy especial que sea este retrato , obra por cierto de Jordi Cirera con el que ha ganado el prestigioso premio de retaro Taylor Wessing, qué derecho tenía a hacerlo. Mejor dicho, qué derecho tenía a invadir ese anonimato mediático aunque fuera en pos de conseguir un galardón tan preciado. Me pregunto si nos queda un solo centímetro de realidad social por cartografiar con imágenes, sobre todo desde que Google ha sido capaz de reproducir el globo en su totalidad a una escala digital 1:1.
 
El protagonista de la última novela de Susanna Tamaro, "Para siempre", dice en un momento determinado que, tras huir al campo tratando de olvidar el accidente de automovil en el que muere su mujer, al escuchar por primera vez la radio despues de muchos meses sin oirla, le irió lo que escuchó y por eso la apagó inmediatamente. ¿Sabemos el daño que nos inflige el observar determinadas imágenes? No hace falta ser un niño para demandar protección, ni ampararse en la libertad del adulto para no verse sometido a la "lluvia de cieno" diaria y permanente que nos cubre. Margarita desconfía intimamente del acto mismo de apropiarse del otro a través de una tecnología que congela,  recorta, trocea, tritura y transforma la vida en mercancía mediática.
 
Esta es la imagen misma de un choque cultural de trenes. La del fotógrafo que pugna por añadir un centímetro del territorio de imagen virgen que se le ofrece a la cámara, y la de la muchacha que temerosa, desconfiada, y por que no un tanto enhojada, no termina de ver claro eso de ceder a la petición que le formula el primero. Lo que va a perder es mucho mas de lo que le dicen que puede ganar.

martes, 9 de octubre de 2012

Una mirada


Hay miradas que desafían la capacidad descriptiva o interpretativa del lenguaje. Que hacen que este aparezca como un remedio torpe y disminuido frente a la inmensidad que ofrecen. 21:30 horas, linea 85. Desde mi asiento de copiloto observo una de esas miradas que emite una mujer boliviana o peruana sentada en uno de los asientos del autobús medio lleno, delimitado en su interior en sus contornos más gruesos por una luz malva apagada.
La mirada. La mirada se proyecta en una única dirección  como un potente haz sin apenas ser percibida por el deambular de los pasajeros que van y vienen esperando que llegue su parada para bajar. Observo a la mujer ensimismada que pone toda su vida en esa mirada esquiva a ser adjetivada con palabras como "triste", "nostálgica" o "ensimismada". Una mirada que se adentra en el misterio y se niega a huir en retirada. En la que el tiempo deja de funcionar porque se balancea entre recuerdos y   sueños que se apoyan en los primeros para intentar que se hagan realidad. 
El marco de la ventana encuadra una mirada que trasciende el momento. Nunca sabrá esa mirada que fue objeto de contemplación. Porque no estaba hecha para eso. Sino para otra cosa.
Torpemente me atrevo a aventurar una hipótesis seguro incierta respecto del fin de la misma -¿han de tener alguno?-. Creo que hay miradas terapéuticas que permiten reconstruirse a quien las lanza, poner las cosas en su sitio y los puntos sobre las íes. Miradas que curan por dentro saliendo hacia fuera. Que han de tenerse a la fuerza porque depende nuestro pellejo de ello. Porque sí no las pusiésemos en marcha enfermaríamos o desapareceríamos, o nos convertiríamos en sapos rosas. Hay miradas como la de esa mujer que exigen su instante y, en cierto modo, lo crean. No lo ayudan a suceder, sino que lo propician. Y al hacerlo exigen intimidad. Por eso desvíe la mirada -la mía- en cuanto me percate de la densidad y hondura de la otra -la de ella-, esperando no haber dejado ningún resto de mi retina en un momento de tal trascendencia.