sábado, 20 de diciembre de 2008

La pituitaria de Malden.














Siempre me ha fascinado como funciona nuestra memoria. El por qué un olor o un sabor determinado tiene la capacidad de transportarnos literalmente 10, 20, 30 años atrás. Apoyado en ese olor o en ese sabor únicos (han de ser esos justamente y no unos parecidos) nuestro cerebro reconstruye el conjunto de experiencias a las que llamamos recuerdo de un momento determinado en nuestras vidas; un áula, nuestro hogar familiar, nuestra habitación, una mascota, un viaje, un problema, la muerte de un ser querido, un primer amor... Lo que resulta curioso es que además sea un estímulo externo singular el que libere en nuestro interior una recreación tan compleja, sofisticada y única como es nuestro propio pasado biográfico en alguno de sus tramos. Sustancias físico-químicas capturandopara nosotros lo ocurrido, cuando menos lo esperamos. Olores, sabores y sonido más que imágenes (cosa curiosa cuando es a la vista a la que se considera el sentido más poderosos para recabar información de fuera). Seguro que se han "pillado" en alguna ocasión como "en trance" viviendo una situación similar a la que antes he descrito.

El catálogo de ese tipo de olores evocadores es infinito, ligado siempre a la propia historia personal de cada cual: el olor a tiza, a cafe, a cesped recién cortado, a papel de periódico, a goma de borrar, a ceniza, a cuero, a jabón hecho de forma artesanal, a tierra mojada. Y tras cada uno de estos olores tantas historias, tantos trasuntos de vida. ¿De qué manera se enhebran todos ellos con lo que nos ocurre en determinados momentos? ¿por qué permanecen ahí, latentes y se activan cuando volvemos a encontrar una réplica exacta en el exterior?

En mi caso uno de esos olores inscritos de forma indeleble en mi infancia es el olor al cuaderno de caligrafía Rubio. Unas libretas de tamaño holandesa con las cubiertas de color verde y un dibujo naif impreso en la portada. La verdad es que era un olor compuesto de otros olores auxiliares: olor a estuche, a lápices, a goma de borrar, a plástico de cartabón, a pinturas "Alpino". Digo que ese olor activa en mi inevitablemente la imagen de una actor llamado Karl Malden, un extraordinario actor americano de raíces serbias, que interpretó papeles muy notables en películas como Un tranvía llamado deseo, La ley del silencio, Baby Doll, Yo confieso o El rostro impenetrable, y que resulta inconfundible por su nariz bulbosa (ya que hablamos de olores, recuerdos y narices).

Malden protagonizó, a principios de los 70 y junto a un joven Micael Douglas, una serie policiaca que tuvo mucho éxito llamada Las calles de San Francisco. En ella el veterano policía Mike Stone (Karl Malden) patrulla las calles de San Francisco junto con su colega Steve Keller (Michael Douglas) , un novato lleno de energía pero un tanto impresionable. Juntos resolverán toda clase de crímenes en las oscuras y sucias calles de la ciudad. El olor de los cuadernos Rubio encierra para mi la imagen de Malden corriendo con determinación tras el malo por uno de los puentes de la famosa ciudad, ya que mientras la televisión bramaba con acento lationamericano el título de la serie que comenzaba uno de sus capítulos yo finalizaba mis deberes. Por cierto algún día averiguaré donde se hacían los doblajes al español de todas estas exitosas series norteamericanas de los 70: Hawai Cinco-0, Bewitched, Misión imposible, Perry Mason....

El otro día al entrar en una librería de viejo del centro de la ciudad me "asaltó" justamente ese olor olvidado y automáticamente me pareció ver en una de las estanterías de mi derecha la sombra que proyectaba el pico de un sombrero (un "flexible"); seguro que era Malden a punto de atrapar a algún horrible malhechor.

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