lunes, 24 de noviembre de 2008

Elogio de la inercia






La inercia suele tener muy mala prensa entre nosotros. La hacemos sinónimo de continuísmo esteril, más de lo mismo, falta de originalidad y frescura, agostamiento de interés. Lo que viene de atrás aplicado a un presente que se escapa por todos lados en su diversidad e imprevisibilidad, resulta escaso para incorporarlo. Lo aburrido, lo tedioso se desprende de la inercia. Aquello que nos hastía y nos asquea por esperado.
Y sin embargo ¡cuántas cosas importantes le debemos a nuestra delicada y discreta inercia cotidiana! En ella nos insertamos cómodamente obteniendo certidumbres. Celebramos el gozo de la manera en la que perseveran contínuamente algunas cosas muy nuestras: el olor del café recién hecho, la bella luz que tantea el horizonte al amanecer, la limpieza de los ángulos de las calles que nos conducen hasta nuestros destinos, la familiaridad de los transeuntes que coinciden con nosotros al iniciar sus respectivas jornadas de trabajo, la inexorable y parsimoniosa caída de la tarde...
Elijo un día cualquiera de mi vida y le aplico una mirada de entomólogo tratando de separar lo que se mantiene de lo nuevo, el hueso de la pulpa. Pelo ese día, capa a capa, como si de una cebolla se tratara y encuentro, una y otra vez, la bendita presencia de la inercia, de lo que se repite, de lo que está ahí casi esperándome en el salto de un día a otro como amparo ante el terrible provenir con sus salvajes zarpazos, sus desajustes fieros, mezquinos.
A veces es lo único que nos queda frente al caótico devenir en el que se transforman nuestras vidas, sin buscarlo, sin quererlo. La inercia como única aunque débil salvaguarda ante lo que no podemos admitir; nuestra propia muerte.

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